Capilla
Camino rengueando por el diminuto centro de Capilla del Monte. Son como mucho seis cuadras en las que mi bota walker se roba las miradas de la gente. Por lo que veo no ocurre lo mismo con personas mayores que usan muletas, andador o bastón. De ellos estar lisiado es más o menos lo que se espera. Una joven turista rengueando y trastabillando por el valle -acomodando cada media cuadra el abrojo de una bota necesaria y a la vez ya tan obsoleta- es toda una novedad. Al menos eso pareciera. Intento disimular mirando negocios, comparando precios de alfajores, salames y quesos que compraré de regreso. Cuando la “techada” -construida en 1964 y considerada la primera calle cubierta de toda Iberoamérica- está por acabarse encuentro un restaurante que me agrada. Al fin podré sentarme y reposar. Elevar la pierna para que deje de latir.
Me siento en una mesa para dos, como es costumbre. Cuán naturalizado está que las comidas sean de a dos, tanto que no hay mesas individuales. Como si la gente no veraneara sola. Como si la gente no tuviera nunca ganas de salir a comer sola. La soledad y el turismo, la soledad y las vacaciones, parecieran antagonismos irreconciliables en el mercado de consumo. Acá y en todos lados. No conozco un solo lugar en donde no.
Pero así vine, sola, a Capilla del Monte. Sola, estresada, quebrada. Recién separada. Todos esos adjetivos podrían caber en mi identificación de viajera. Lo de separada es lo único que no se me nota en el cuerpo: estoy mejorando, superándolo, supongo, de a poco. No ocurre lo mismo con el estrés, que no se quita con nada. Vine a Capilla del Monte que es un destino natural pero también místico, esotérico y hippie, para ver si algo de todo eso me ayuda. Antes descreía de todo lo que no fuera científico. A esta altura la desconfianza es parcial: estoy abierta a que las cosas pasen. Sé que es la única manera de no hundirme en un pozo depresivo, de encontrar un poco de paz lejos del trabajo del que escapo; de, al menos, pensar las cosas desde otra perspectiva. Es eso o la rutina aplastante, que ya viene aplastándome hace demasiado tiempo.
Me recuesto sobre la lona de plástico de la silla para extender la pierna sobre el asiento de mi acompañante invisible. Un chico morocho y musculoso deja la carta sobre la mesa. Todo me parece caro, y a la vez reconozco que desde que llegué casi todo en este lugar me parece caro. Elijo entonces lo que me gusta: ravioles de ricotta con salsa mixta y para bajar, una soda helada. Ni bien me toman el pedido me dirijo hacia el baño. Hay un hombre pelado sentado al lado mío, afuera; un señor que parece compartir mi soledad vacacional. Desde hace un rato está dele mensajearse, mandando audios y llamando por teléfono. Para ser vacaciones parece bastante ocupado. Miro de reojo y me doy cuenta de que es una de esas personas que revisa su WhatsApp como autómata, de esas que aún teniendo todas las conversaciones leídas se apresta a elegir una y volver a chatear. O sea, un insufrible.
Cuando me levanto él está hablando por teléfono. No quiero interrumpirlo; señalo mis ojos con los dedos y luego la mochila, como pidiéndole que la cuide mientras no estoy. Con un ademán exagerado interrumpe a su interlocutor -“esperá, esperá”- y señala la silla vacía de su mesa. “Dejala acá”, espeta con una sonrisa.
Lo hago. Sonrío para quedar bien y me voy a largar el pis acumulado de cinco horas de caminata. Cuando regreso, la conversación telefónica terminó y sospecho que el hombre desea que nosotros entablemos una nueva. Suelo vanagloriarme de ser una ortiva profesa, pero todavía me cuesta decir que no en situaciones como esta. Siento como si le debiera algo. Empezamos a hablar.
Casi todo lo que el tipo dice me cae mal. Cuenta que pagó ese viaje por adelantado porque su novia quería ir, pero que ahora “por suerte” acaban de separarse. Asegura que Capilla es “un embole total”. Lo dice con la voz y el engreimiento de un pendejo de 18 años y eso me enerva. Hace acordar a un egresado al que cagaron con una excursión. Cuenta que la reserva de su hotel fue por GroupOn, una semana por 40 mil pesos. ¿Cuán imbécil y/o adinerado hay que ser para pagar esa suma de dinero en una promoción?, pienso para mis adentros. Después me doy cuenta de que en realidad no está tan mal.
La cosa empeora cuando digo que soy de La Plata; él dice que también. Pregunta dos veces de qué zona, y cuando ve que no pienso decirle la intersección de calles me pregunta una estupidez: ¿Comiste?. Le digo pacientemente que no, que acabo de pedir. ¿Acaso es idiota?, pienso.
No. Solo había pedido un sánguche que resultó ser gigante y piensa en regalarme la mitad que le envolvieron para llevar. No, gracias, le contesto con sequedad. Él no parece darse por aludido y comienza a mostrarme fotos de su celular de la luna llena vista desde El Zapato, un parque que se llama así porque en la cima del complejo hay una piedra que la naturaleza talló con forma de zapato. Tiene taco y todo. Yo también fui esta tarde, pero no me quedé para ver la luna. Qué boluda, pienso. Me perdí lo mejor.
De todos modos las fotos son bastante de mierda, una detrás de la otra cada vez más pixeladas. Qué belleza, muy lindas, le digo y en eso veo aparecer al morocho con un plato abundante de ravioles con una salsa espesa que me hace agua la boca.
Muchas gracias, le sonrío al mozo. Por un microsegundo él observa la escena: yo sentada en mi mesa, con la pierna embutida en plástico, a punto de comer y el tipo este mostrándome sus fotos en el celular. Quizás estará pensando: ¿Se conocen de antes? ¿Debería ayudarla? ¿Quedaré como un boludo si lo hago? El pelado dice como enojado: Bueno, te dejo comer. Muchísimas gracias, le respondo.
Sé que ha sido la línea más sincera de toda la conversación.
Devoro los ravioles como si no hubiese un mañana. De hecho no comí en todo el día, pienso, y empujo con fervor la pasta contra mi lengua. La salsa es mucha, pesada, y la soda después de cada bocado es como un elixir ártico. Hoy caminé cinco kilómetros con el metatarso derecho roto, bah, en recuperación. Lo contabilicé por Google Maps. Estoy bien pero la planta del pie me late. Necesitaba frenar, descansar y alimentarme así. Es el segundo día de mis vacaciones y quiero darme todos los gustos que pueda.
El mozo va y viene atareado. Apenas repara en mí. Abro un libro de Mariana Enriquez sobre cementerios y río internamente al ver a mi vecino, que ya había vuelto a sus mensajes, mirar de reojo la tapa: una lápida de mármol gris y ajada con un perro negro sentando encima, vigilando todo a su alrededor. Lo mejor es el título: “Alguien camina sobre tu tumba”. En minutos la lectura me envuelve y quedo como adormecida. Ya no registro el alrededor, pierdo la noción de los clientes que llegan y se van. Lo único que percibo es el frío de los ravioles cuando el plato está por acabarse. Termino, vacío el vaso de soda con un suspiro de propaganda. Hace mucho calor, pero el viento de la noche empieza a correr y yo estoy de short y musculosa.
El mozo vuelve a salir para cobrarle a una pareja que está sentada en la mesa de al lado. Es ágil, tiene una espalda ancha y una cintura breve y los brazos con músculos siempre en tensión. Es fibroso y aún así desgarbado. Tiene labios carnosos: mis preferidos. Y algo en los ojos que me llama la atención: algo como oscuridad, pero también podría ser niñez. Nunca terminé de darme cuenta.
Aprovecho entonces para pedirle la cuenta.
Él asiente y se va, luego frena, se da vuelta y pregunta: ¿Comiste bien?
Sí, sí, muy rico, le sonrío. Vuelve a asentir y se pierde entre las mesas de adentro.
Viene a cobrarme un compañero de él, un hombre de unos 50 años.
Decido dejar mi tarjeta adosada a la propina.
Es un capricho, otro arrojo vacacional que me permito en esta ciudad donde nadie conoce a las turistas rengas ni las reconocerá, eventualmente, en unos años. Un premio unilateral a la irreverencia, un intento precario de volver a coger con un varón después de tantos meses. De tirármele a un varón, de volver a sentir lo que es eso. La tarjeta dice mi nombre completo, profesión y teléfono. Si tiene ganas hasta me puede stalkear, pienso. Y ojalá que lo haga. Así por lo menos pasamos un primer filtro. Y si no, puede simplemente no escribir. La verdad es que no me importa demasiado. Ya hice lo que tenía ganas de hacer.
A la 1:00 estoy a punto de mirar un capítulo en Netflix. Puse una foto de perfil en WhatApp que sugiere que no me rompan las pelotas: “ESTOY DE VACACIONES”, dice junto al logo de la aplicación, como advirtiendo que de toda esta tecnología muerta y persecutoria también quiero descansar. Me niego a responder los (múltiples) mensajes que aún así me mandaron. Aprieto play en Netflix, apenas pasan unos minutos y las notificaciones vuelven a asomarse por encima de la pantalla.
Es un número desconocido.
Mi corazón da un salto completamente injustificado. Hago el puño con la mano y grito: ¡Vamos!
Es lindo sentir alegría cuando no se la espera.
Quizá sea la única manera de sentirla. De verdad.
Se llama J. Tiene apenas 23 años. Nació en la provincia de Buenos Aires pero vive en Capilla hace mucho y ya es “más de acá que de allá”. Pregunta si estoy cansada: si no lo estoy, puedo esperar a que cierre el restaurante y salir juntos a tomar algo, charlar más y mejor. Le cuento mi situación, que estoy a punto de dormirme, en pijama -estoy desnuda, pero es un dato controvertido e innecesario- en el hostel donde pasaré mis próximas noches. Le digo que podríamos vernos mañana o cualquiera de los días que me quedan. Regreso el domingo. “Lo dejamos para mañana, que tengas un lindo descanso”, contesta.
Me voy a dormir con el pie sensible pero ya sin latidos ni dolor. Eso, un lindo descanso, es exactamente lo que necesito.
Sonrío en la oscuridad y abrazo la almohada. Pienso que algo distinto está pasándome en esta semana de vacaciones. Algo bueno que podría ponerse mucho mejor.
La certeza me alcanza para pasar la noche. Derrumbo mi cuerpo y me apago entre las sábanas ásperas de ese hostel cordobés.
Escrito en algún momento durante el año 2020.