Quemar un libro

Mariana Sidoti
5 min readFeb 9, 2022

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Créditos imagen: @adambomb812

Ardían todos. Con destellos naranjas, rojos y amarillos. Como en un rito ordinario de desmalezado barrial, los libros ardían. La Coca los miraba desde la esquina, donde se había escabullido en medio de la madrugada para presenciar lo que la gente de la cuadra tantas veces había asegurado en voz baja. Para confirmar lo que los restos que aparecían en esa esquina semana a semana (bordes negros y ajados de papel, con unas pocas inscripciones
visibles) sugerían. Y así ver de primera mano lo que podía llegar a pasar.

Antes de ir, la Coca había enterrado su libro favorito en el jardín trasero de su casa. Lo había hecho rápido pero rigurosamente; protegiéndolo con una bolsa de plástico. Era un original de la primera edición de La razón de mi vida, de Eva Duarte de Perón. El libro escolar de Peuser, uno entre los 300.000 de la tirada, había quedado aplastado bajo tres kilos de tierra disimulados con pasto y algunos yuyos frescos. Era un libro invisible.

Asomada por el zaguán de una casa, la Coca miraba la quema y sus ojos eran un espejo del fuego. Distinguió a seis militares que fumaban cigarrillos y charlaban en voz baja mientras miraban la escena. No conocía a ninguno. Tampoco llegó a identificar qué libros estaban quemando. Pero ya le habían dicho que el suyo era candidato seguro. Recordó unas líneas del ejemplar, el primero que había leído completo y el único que se sabía casi de memoria:

Entre mis lectores habrá indudablemente dos clases de almas, como en todos los rincones del mundo. La clase de las almas estrechas que no conciben como cosas reales ni la generosidad, ni el amor, ni la fe, ni siquiera la esperanza. Si este libro cae entre las manos de un alma así, yo le ruego que no siga adelante. (Duarte de Perón, 1951, p. 112).

La Coca se sintió furiosa y la furia, entre otras cosas, le daba ganas de vomitar. Decidió regresar en silencio, agradeciendo que su embarazo era incipiente y que su aspecto de mujer humilde confundía a los milicos: les hacía creer que alguien así jamás tocaría un libro, mucho menos reflexionaría acerca de lo que había dentro.

Cuando la Coca contó por primera vez esta historia acababa de cumplir 75 años. Yo estaba leyéndole a Alan, su nieto (mi novio), fragmentos de uno de mis libros preferidos. Nos habíamos acomodado al sol, en el estrecho patio de su casa que también era el patio de la Coca, ya que la descendencia había obligado a compartimentar el terreno en cuatro casillas distintas.

Hablábamos de lo poco que leíamos. Alan creía que era una cuestión generacional; yo, en cambio, epocal. Leí en voz alta las palabras del prólogo de Farenheit 451: “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe” (Bradbury, 1993, p. 12). La Coca levantó la cabeza del mate que estaba preparando y se quedó a escuchar. Comenzamos a leer fragmentos específicos y después ya leíamos cualquier cosa, cualquier línea, intercalándonos el e-book y avanzando con los botoncitos a la derecha y a la izquierda para ir y volver en el relato.

La Coca escuchaba en silencio mientras nos pasaba mates.

— Cuando yo estaba embarazada de tu viejo hice algo que esta gente del libro debería haber hecho.

Alan alzó las cejas y me miró, después la miró a ella y le preguntó qué había hecho. La Coca nos contó todo sobre esa noche, y contó cómo se había recluido después en su casa, durante varias semanas, presa del miedo ante la sospecha de que la hubieran visto.

— Yo no era monto ni nada, viste. Pero igual esos hijos de puta iban contra todo el mundo.

La Coca aseguró que durante todo 1976 se hicieron fogatas de libros a pocas cuadras de su casa. Después la cosa terminó. Pero nunca se iba a olvidar, dijo, de la tarde en que volvió de comprar y vio cómo las llamas consumían la casilla de una vieja compañera suya de la escuela.

— Sabía que la Julia andaba metida en algo, en algo “raro” como se decía en esa época. Pero era una sospecha, me entendés, una corazonada. Siempre había sido… peleadora. Y justiciera. En la secundaria le decíamos Rojita, y ella reventaba de orgullo; me acuerdo que le venía la rosácea y le brillaban los ojos.

— ¿Y qué pasó? — pregunté ansiosa.

— Pasó que adentro tenía una imprenta. ¿Podés creer? Una imprenta chiquita, no era la más importante de su partido pero imprimía igual, a ver si me explico. Y de ahí sacaban toda la propaganda para Catella, San José, El Dique y las zonas más pobres de acá.

— ¿Era del ERP? — preguntó Alan, sacando conclusiones apresuradas del mote de la Julia.

— No sé nene de qué era, era de las zurdas. La cuestión es que unas semanas después de ver con mis propios ojos cómo prendían fuego esos libros, me tocó ver cómo le prendían fuego la casa a ella. Obviamente, nunca reconocieron que habían sido ellos. Los diarios dijeron “accidente doméstico”. Acá, en esa época, cualquier cosa que pasara era un accidente doméstico.

— ¿Y sobrevivió? — quise saber, con la certeza de tener la respuesta atravesada en la garganta.

— Claro que no. Claro que no sobrevivió. Supe que la encontraron abrazada a las cosas. Ella era soltera, nena, no tenía hijos ni novio ni nada. Es más, creo que era… ya sabés. No importa. La cuestión es que no tenía nada que perder. Y que una vez apagadas las llamas un vecino, el Toto, se animó a entrar. Y la encontró adentro. La casa estaba toda destruida y ella había quedado abrazada a una montaña de cenizas como si fueran lo más importante del
mundo. Estaba irreconocible.

Alan y yo nos quedamos en silencio. Seguimos tomando mates amargos y lavados, que eran nuestros preferidos, y fumando un cigarrillo atrás del otro. Mientras, mirábamos a la Coca en el quehacer del patio y de su casa. Buscaba algo, hasta que finalmente lo encontró y nos lo trajo. Yo sabía que era una reliquia. Lo sabía porque es una edición que se vende a más de 5 mil pesos en internet, y que muchos darían todo -por ejemplo, un montón de otros libros- por tener.

— Este lo guardé de la quema, nena — dijo mientras me lo ofrecía. — Estuvo enterrado cinco años. Tomalo como un préstamo, porque no lo suelto ni loca — dijo y me guiñó el ojo.

Yo estaba emocionada. Aunque nunca fui peronista le agradecí exageradamente, le agradecí de corazón. Y mientras hablábamos del libro sentadas en la mesa del comedor, escuché a Alan que leía desde afuera, en voz calma y baja, las palabras del autor más visionario de todos los tiempos, escritas por primera vez en 1953: “Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada” (Bradbury, 1993, p. 55).

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Written by Mariana Sidoti

periodista en crisis. no importa cuándo leas esto.

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