Sobre el dolor y el éxito
“El hijo de un zapatero no puede ser médico”. Corría el año 2011 y corría, cómo no, la polémica en los pasillos de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNLP. En esa unidad académica, conocida por sus bochazos y sus ridículas preguntas en el examen final de ingreso –como por ejemplo “Vesalio publicó De Humani Corporis Fabrica; ¿Cuánto tiempo después salió el brevario?”-, Martínez lo había hecho otra vez: había dejado salir a la bestia a ronronear un rato, confirmando que tarde o temprano a todos se nos cae la careta.
Lo que el Decano dijo fue repudiado por muchxs estudiantes y la frase, tristemente célebre, continúa saltando de vez en cuando en alguna conversación. La prensa local incluso publicó algo al respecto, aunque años después y con otros conflictos en vista, borraron las noticias de la web. Las palabras de Martínez se corresponden con cierta idea de pensar la educación, muy denostada y aplicada en dosis iguales: a ciertos lugares de la ciencia sólo llega el que tiene. No el que puede; el que tiene: dinero, familia que lo ayude, necesidades habitacionales cubiertas, tiempo, herramientas académicas suficientes (esto implica, en el caso de Medicina, una preparación de más de 1 año con clases particulares que cuestan fortuna). Y en cierto punto, la lectura de Martínez se justifica por sí misma: mientras no haya voluntad política de hacer médico al hijo del zapatero, por supuesto que nunca lo será.
En esos lares anda nuestra educación pública hoy. El continuo insistir de autoridades universitarias sobre el ingreso, la permanencia y el egreso pone de manifiesto al menos un intento discursivo –la famosa batalla cultural que tantas veces se pierde de la palabra a los hechos- de plantear la inclusión social como bandera, o aunque sea como banderín.
Porque todos sabemos que, en el fondo, la Universidad está lejos de ser pública y gratuita. No sólo no está abierta a la comunidad sino que requiere, muchas veces, de enormes esfuerzos económicos. Pero ese es otro tema. Lo que me interesa plantear acá es que, salvo algunas y fútiles excepciones, todavía se considera no sólo a la educación como un privilegio sino a la masividad como antónimo perfecto de la excelencia.
Quienes tenemos recorrido universitario sabemos que es así: los verdaderamente mejores son pocos. Pocos los que llegan a recibirse, pocos los que llegan a conseguir un puesto que realmente desean, pocos los que serán reconocidos en la materia, pocos los que podrán superar la línea de mediocridad que, tememos, nos rodea casi a todos. Por eso nosotros, resaca nihilista y emprendedora de la generación X, nos prometemos: o somos (de) los mejores o nos quedamos en el camino. La lógica es esa, en el fondo y en el extremo así leemos los posibles desenlaces. Un poco es a todo o nada.
Entonces, del mismo modo en que el éxito se adquiere con obstinación, el talento podrá adquirirse con esfuerzo, nos decimos quienes no creemos del todo en la magia del “nací para esto”. Y en el mundo en que vivimos, ese pensamiento lleva casi como por defecto a venerar el sufrimiento: persevera y triunfarás, pero sufre mientras perseveras y el éxito valdrá más. En ese camino el resto es de palo: la carrera es con uno mismo. Habrá quienes queden en el camino: aquellos que no están listos; aquellos que de alguna forma no tienen lo que se necesita. Por eso no hace falta destruir activamente al pibe que se sienta al lado, sólo creer que uno solito se está abriendo camino. Y que el sufrimiento (propio y ajeno) es la materia prima. Self made suffering men, and woman. Ni más ni menos.
Hace tiempo falleció un docente de mi Facultad. Se llamaba Martín Malharro y era escritor, además de periodista, investigador y docente. Sólo llegué a conocer la última parte del combo y lo hice durante un corto año, pero sé que muchas de sus enseñanzas me marcaron a fuego y hoy me permiten ser una periodista diferente. Malharro dictaba Producción Gráfica III, una materia opcional, y tenía fama de Dr. House: en los 90’, las anécdotas más pueriles rescataban su costumbre de pararse detrás de sus estudiantes, leer lo que estaban escribiendo, luego tomar la hoja, rajarla en dos y tirarla a un tacho de basura. Pero después de cada una de sus clases, todos salían con algo nuevo –una herramienta, una sensación, un consejo- en la cabeza que aportaría a su escritura. Eso es, y será para siempre, innegable.
Muchas leyendas rodearon la cátedra, algo insólito en la Facultad de Periodismo donde el misticismo se disuelve en la misma incongruencia donde se disuelve la Franja Morada después de las elecciones. Las materias, si son exigentes, son naturalmente aburridas; y si no lo son, por supuesto que también aburren. Ni nosotros ni los docentes parecemos encontrar un punto medio, un acuerdo, hasta que llega Martín Malharro a tirarnos un baldazo de agua helada en la vida académica y –para los que cursaron todo el año, como yo- personal: “Ustedes se piensan que saben escribir. Ustedes no saben escribir”. Y nos explica por qué.
No sabemos escribir porque nunca nos enseñaron. Es la pura verdad; una objetiva, comprobable. Un rejunte de 60 disparados se inscribían todos los años por esa simple razón: querían aprender a escribir bien. En sus colegios no se los habían enseñado. Y en los otros cuatro años de carrera, tampoco. Malharro era la última opción, y era además el desafío de sobrepasar los propios límites. Un desafío que a los seres humanos siempre nos tienta. Es que Gráfica III tenía la exigencia, como todavía recuerdo en boca de muchos, “de la Facultad de Medicina”. Era la “Anatomía de Periodismo”, el filtro auto-impuesto: no era joda, no era nada como todo lo anterior que habíamos conocido. Y aprender a leer bien, aprender a escribir bien, aprender a transmitir bien –lo más importante-, eran logros que se nos habían venido escapando y que teníamos que conquistar.
La técnica Malharro consistía en presionar para obtener resultados. Muchos de nosotros –ineludiblemente me incluyo- solemos funcionar más y mejor bajo presión. Supongo que es comprensible. Vivimos en el siglo XXI y mientras más procrastinamos, más rápido y mejor debemos gestionar los últimos momentos para resolver nuevos desafíos. Y un poco es que así, con el sudor como estandarte y la firme convicción de que sólo los mejores llegan, transitamos un año de aprendizaje profundo, nuevas apreciaciones, lecturas increíbles y la sorpresa de que sí podíamos, al final, leer más de dos novelas a la semana y al mismo tiempo escribir una crónica. Desde abril Malharro nos prometía: hoy son treinta, a fin de año quedan siete. Y sonreía.
Terminar un año de Gráfica III, en diciembre, libera endorfinas en nuestro cuerpo que ni si quiera sabíamos que existían. Hay quienes aprendieron mucho y se van contentos; quienes aprendieron algo y terminan conformes; quienes aprendieron mucho, poco o casi nada, y se van indignados. Las reacciones finales varían. El último día, Malharro firma libretas y advierte que las notas en verdad son de un número más, sólo que “Gráfica III es conocida por bajar promedios”.
Varias clases atrás, mientras nos hablaba sobre cómo transformar en sentimiento la tinta que salía de las lapiceras, se le había escapado: “Esta no es una profesión para pobres”. Muchos se rieron incómodos, otros festejaron el chiste, varios protestaron. Pero fácticamente, Malharro tenía razón. No sólo esta no es una profesión para pobres sino que, además, es una profesión para las clases medias hijas del neoliberalismo que ven en la autoexigenci un reflejo de sus propias inseguridades. Que están moralmente convencidas de que para aprender hay que sufrir. Y que ven, en las presiones y aún en las descalificaciones, un incentivo para crecer.
No busco polemizar aquí sobre las cualidades de Malharro como periodista o como escritor. Hay quienes lo han leído, conocido y comprendido mejor que yo, y en sus opiniones se lee en dolor de la pérdida. Quisiera problematizar unas palabras que me crucé dando vueltas en Facebook, que acompañaban una foto que después se viralizó repitiendo un centenar de entrañables recuerdos. En la foto está Malharro con algunos alumnos en la fiesta de fin de año que la Cátedra promovía como uno de los pocos encuentros amistosos del ciclo lectivo. Ahí, el o la exestudiante, no recuerdo, escribió: “Los sobrevivientes”. Se refería por su puesto a sí mismx y a sus compañeros. Durante el año en que cursé yo, empezamos treinta y en diciembre éramos diez: lo habíamos “logrado”.
¿Vieron la película Whiplash? Se las recomiendo mucho. Cuenta la compleja y apasionada historia entre un alumno percusionista y su profesor-maestro, destacado y exigente. El hombre es básicamente una bestia en todos los sentidos. Revolea sillas en plena clase, hace llorar a sus estudiantes e incluso los hace lastimarse a sí mismos con el objeto de forzar sus límites para lograr que salga a la luz el preciado talento. El joven estudiante no se harta, no se va; quiere ser el mejor en lo suyo y por eso permanece a su lado para aprender todo lo que pueda enseñarle.
*SPOILER* Nuestro sagaz protagonista se entera de que, hacía varios años, otro estudiante del reconocido profesor se había suicidado a causa del estrés. Un resultado extremo, irreversible, de la cultura del miedo y la descalificación. La película termina mostrándonos una especie de vínculo perverso, casi fisiológico, de retroalimentación estudiante-profesor; donde el odio y las agallas, el demostrar que no merecemos ser humillados, triunfa junto al dolor (y la humillación) en una batalla que tantos otros perdieron por blandos. Cabe preguntarse de nuevo, entonces: ¿Estamos frente a una dicotomía que es tal? ¿Es excluyente el dolor para llegar a la perfección y el éxito? ¿Es la amargura un sinónimo a futuro de excelencia? ¿Sólo quienes tienen la capacidad emocional de soportar la presión merecen seguir en carrera? ¿Qué sucede con los otros?
Me gustaría que nos demos un tiempo para pensarlo. Que dejemos de subestimarnos y de creer, por un segundo, que merecemos (y que los demás merecen) el escarnio ante una equivocación o un desconocimiento. Cuando todavía creía en el método Malharro, caí en su juego frenético de seguir, seguir, seguir cursando para desafiarlo. Para desafiarme. Seguir para demostrarle que (era de las que) podía. Una certeza tan noble como egoísta. Llegó diciembre y ahí estábamos nosotros, los elegidos dañados pero seleccionados de entre otros más dañados aún. Lo habíamos logrado. Y ahí estaba yo. La “próxima gran cronista de América Latina”. La sobreviviente.