Una conquista que no fue

Mariana Sidoti
13 min readDec 12, 2021

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Mermaids ©2019–2021 qeacock

Las piernas de Mica se ajustan con firmeza por encima de mis caderas. Siento su cuerpo latir en mi pubis, las olas chocan en su espalda y llegan algo más suaves, amainadas. Yo me dejo hacer sin oponer resistencia. Su beso es cálido, como un bocado dulce en medio del mar. Tiene veintiún años, yo apenas unos más.

Nunca había besado a una chica, dice y se ríe nerviosa.

Yo sí, pienso. Pero ninguna como vos.

El beso se extiende por varios segundos más. Siento con un escalofrío cómo su piel se eriza a pesar del agua templada. Las olas son cada vez más fuertes, nos empujan con la fuerza de lo irrefrenable. Ninguna de las dos quiere soltarse:‌ ni sus piernas de mi cintura, ni mis manos de sus glúteos, livianos como todo en el agua.

Estamos tan mojadas.

Cuando mi lengua empieza a recorrer su cuello escucho el primer suspiro.

Y el mar nos tapa.

*

En Punta del Diablo, Uruguay, hay unos bocados de alga fritos que son la diva del lugar. En todos los restaurantes los ofrecen, algunos con ajo y perejil, otros con limón, casi siempre acompañados de cerveza. Un cono de esos me pedí hace un rato en uno de los restaurantes más concurridos de la peatonal.

Los 27 grados le hicieron justicia a la mesita de madera clavada en la arena de la Costa, con el Atlántico envolviéndolo todo. Soy la única sola, pero ya estoy acostumbrándome a esto: la sensación de incomodidad y arrepentimiento dura cada vez menos y se disuelve, se estalla en una reivindicación de lo despojadamente propio, de la celebración de la soledad. No quiero estar con nadie, nunca quise estar más sola que en este viaje.

Nunca me sentí tan bien en un viaje.

Los bocados llegan calentitos, recién limonados. Tienen ajo y perejil, tienen todo. Las algas son una especie de espinaca pero más fresca y esponjosa, riquísimas. Nunca hubiese imaginado que un alga sabía así. La cerveza está fría, aguada y con poco gas. Siento muy iguales a casi todas las cervezas uruguayas, por eso cada día que paso en el hostel trato de probar una distinta. La cervecita después de cenar se está convirtiendo en una constante de estas vacaciones. Pienso en eso y le doy el primer trago a esta Pilsen casi helada que el mozo, un venezolano que vino a hacer la temporada, dejó sobre la mesa con una sonrisa.

Tenemos una breve conversación. Todo está delicioso y un rato después me voy dejándole una propina abundante. Él me intercepta: insiste en darme su teléfono para que en unos meses, cuando esté por Argentina, me avise y nos podamos cruzar. Yo no tengo ningún interés. Argentina es tan amplia. Pero se lo anoto en un papel y me voy.

El viento de la costa es amable y camino por la playa hasta llegar a unas piedras grises, lisas, secas por el sol brioso de las mañanas y las tardes. Me siento en chinito a mirar el cielo. Despliego entre mis rodillas un sobre con picador, papelillos, filtros de cartón y unos cogollos que le compré esta tarde a una chica de voz suave y mirada perdida. Saco también media trufa “loca” de esas que ofrecen en la playa al mediodía o a la hora de la merienda. (Uruguay no le vende marihuana a los turistas, pero los uruguayos sí).

Me como el pedazo de trufa con el placer con el que me comería cualquier otra trufa de chocolate. Se le nota demasiado lo loco; el sabor dulce del cacao y el azúcar queda en segundo plano frente a la avalancha de cannabis. Da igual: sé que no son fuertes porque ya las probé, y además, qué podría pasarme en un lugar tan quieto y tranquilo como este.

Armo un porro, lo guardo en el bolsillo, junto todo de nuevo en mi mochila y sigo. El caminito de piedras de la costanera está lleno de gente todavía cenando, tomando un helado o una cerveza. Parecen todos tan relajados, tan despreocupados que me olvido que allá en Argentina me espera un trabajo al que quiero renunciar lo antes posible y por el que me fui, en pleno marzo, a otro país. A refugiarme, a exiliarme de lo tristemente rutinario de mi presente, de todas las dudas que me generan el periodismo, los trabajos en relación de dependencia, los sacrificios por estabilidad.

Acá casi todos sonríen y yo camino como flotando.

Pasa media hora, después una. A veces me quedo quieta en una esquina mirando a la gente pasar. Desde que dejé de fumar tabaco hay algo muerto en mí, algo muerto en los tiempos que no sé cómo pasar, cómo consumir. Las miradas pueden ser peligrosas, hay gente atenta a que no la miren demasiado fijo o por demasiado tiempo y a veces no sé darme cuenta de cuándo parar. Cuando fumaba era mejor. Sólo tenía que concentrarme en el cigarrillo, en sostenerlo de una manera u otra, de aspirar, de retener, de expirar.

Pienso un rato en todo esto y nunca se me ocurre prender el porro. Es como si me costara reconocer que estoy en Uruguay, el país donde hace unos meses fumé marihuana adentro del patio de un boliche con mi mejor amiga mientras dos agentes de seguridad nos miraban y se reían de nuestra inmadurez argenta, de la rebelión casi chabacana que implicaba para nosotras no estar cometiendo un delito penado por la ley.

Son casi las 00.30 cuando decido volver al hostel.

Me zambullo de nuevo por la callecita de la costanera y escucho de refilón el sonido inconfundible de una música electrónica. Alerta, quizás excitado, mi THC en sangre se activa. Y voy.

*

Los que bailan son casi todos los del hostel. Un israelí al que conocí ayer -“I used to have an empresa, very important, de cosmetics… pero decidí vender todo y lanzarme al viaje”, contó-; un sudafricano blanco como papel; dos brasileros; tres o cuatro uruguayos; uno de los dueños; el cordobés amigo de los dueños. Mujeres: todas del hostel menos una, que resulta ser la que hace los mejores chistes. Cuenta tres y después nos reúne a un costado, solo a nosotras, para confesar que tiene un porro gigante que quiere compartir. Va sacándolo despacio de su bolsillo trasero y a medida que va saliendo, cada una de nosotras fuerza un grito de celebración.

Nos reímos frenéticas de nuestra propia estupidez. Y casi naturalmente se forma una especie de gueto.

El DJ rota y llega otro que pone un set más estimulante. Los ritmos son más rápidos, el volumen más alto y las chicas bailamos a un costado del camino, casi en un exilio de lo que alguna vez fue una pista mixta, unificada con los varones. El cordobés, un tipo de pelo negro atado con colita y barba que crece de a pedazos, rompe con su grupo y se acerca a Mica, la chica más hermosa -por lejos- del nuestro.

Mica es francesa y ya me dijo que el cordobés le gusta. “Es lindo, ¿o no?”, inquirió en ese momento, mirándome a los ojos. Lo sentí un desafío, como si quisiera validar que no, que no me gustaba ese tipo -o quizá que no me gustaban los tipos-, que en realidad me gustaba ella. Era obvio que así era porque así soy: transparente.

No, le dije riéndome, no me gusta para nada.

Ahora están charlando a un metro de donde estamos. A la chica del porro y los mejores chistes se le ocurre una idea: usar su parlante portátil para poner reggaetón e ir a bailarlo a la playa, algo que al resto nos parece simplemente fantástico. “Ya es 8 de marzo, día de la mujer”, dice como excusándose. Yo no necesito argumentos ni arengas: por primera vez en mi vida tengo ganas genuinas de perrear.

Mica se deshace en segundos del cordobés y zigzaguea la arena con nosotras. Baila con su amiga, con la que se hospeda en el hostel, y baila conmigo. Por momentos se acerca y me sonríe. Me pregunta:

-¿A vos siempre te gustaron las chicas?

-Sí, más o menos- le digo. -Siempre supe que me gustaban.

-A mí no me había pasado nunca.

Y se va.

Me tambalea la cabeza. Sé que en parte le acabo de mentir, porque “estar” siempre estuve con varones. Porque aunque sí me gustaron muchas, pero muchas mujeres a lo largo de la vida, nunca pasó nada con ninguna. Porque apenas nos dimos unos besos con amigas, con las amigas de mis amigas, alguna noche en pedo en algún bar. Porque, seguramente, los contextos (¿mis contextos?) no ayudaron. O porque, en definitiva, nunca la reciprocidad me había abofeteado así.

-¿Es 8 de marzo o no es 8 de marzo? -grita una chilena desencajada a quien yo recordaba mucho más serena una hora atrás.

-¡¡Seeeee!!!-, gritamos todas en manada.

La chilena se saca la remera con un movimiento inesperado, casi imperceptible. Suelta un “uuuhhh” que pretende ser sensual pero se queda en el camino; la tira, y menea hasta abajo como sólo puede hacerlo una piba rodeada de otras pibas en una playa oscura de la costa Atlántica.

Mica sonríe, los ojos le centellean. Gira hacia mí y sin bajar la mirada se desprende la camisa, botón por botón. El jean tarda mucho menos. Abajo tiene un body blanco de seda que también se saca. Se queda en bombacha y a mí me da vergüenza mirarla.

-Vamos al mar- dice otra, ya no sé quién, quizá la de los mejores chistes. Alguien apaga el parlante y todas corremos al agua ya semidesnudas. En un punto me molesta no acordarme de a quién se le ocurrió meternos al agua.

Es una lástima que una idea tan genial haya quedado así de anónima.

*

El beso, las olas, sus piernas, mi cintura. Mica tiembla cuando salimos del mar. No es que haga frío, solo que el viento choca contra el cuerpo mojado sin un sol que lo reconforte. La abrazo. Ella me abraza pero al instante se desprende, camina despacito y después a zancadas hasta la zona donde dejamos la ropa. Ahí está él. Con una toalla abierta. Le falta un traje de seda azul al hijo de puta. Yo no lo puedo creer.

Me hago la tonta, la que ni si quiera lo vi. La sensación que tengo es la de ser un tipo, un tipo que quiere ganar esa contienda para quedarse con el premio mayor. Lo miro y sonrío sin perder la dignidad: una sonrisa banal, un gesto soberbio y absolutamente de compromiso. Caminamos todxs juntxs hasta el hostel; las olas nos bajaron la droga -sea cual sea la que cada unx consumió- y sólo queremos estar tiradxs en el puff del espacio común.

Camino algo apartada, tratando de avanzar sin mirar atrás ni a los costados. Me niego a ver la derrota cara a cara. ¿Por qué lo siento como una derrota? ¿Por qué me invade así la idea fija de que tengo que competir por una chica que acabo de conocer? ¿Será porque ya me besó? ¿Porque quizá lo haría de nuevo? Sé lo que pensarían algunas lesbianas de esta situación:‌ “No te encapriches con una heterosexual porque siempre, al final del camino, la heterosexualidad gana”. No por una cuestión de deseo, ni siquiera. Más bien por conveniencia social. Conozco ese ¿prejuicio? de memoria y me convenzo de que es solo eso, un prejuicio. Paso a paso me voy convenciendo, mientras escucho la fuerza del mar crujiendo sobre la costa.

Pero alcanza un cruce de miradas para que todo en mi cabeza vuelva al caos.

Es evidente que ella me miraba desde antes, porque camina hacia mí y con la campera del Otro puesta me zampa un beso enfrente de todxs. Sonríe, yo sonrío, me río nerviosa. Ella vuelve a correrse y se ubica, como si todo esto se tratara de un rompecabezas, un Tetris o un TEG, al lado del cordobés. De nuevo.

Él, ya sin ningún disimulo, me mira y alza los hombros en señal de no entender nada.

Respiro hondo. Trato de convencerme de que, al igual que él, yo tampoco entiendo nada.

*

Otra vez en el hostel. No entiendo cómo ni por qué pero seguimos tomando alcohol; cervezas que quedaron del fondo común de ayer y hasta un Jagermeister que uno de los dueños aportó al after improvisado. Es un lugar que nunca para, donde el que no está de fiesta es porque no quiere. Acá se cruzan argentinas de vacaciones con españoles de clase media alta que recorren el mundo a mochila; chilenas con venezolanas con argentinas con uruguayas; un grupo de jugadores de rugby ecuatorianos con yanquis excompañeras de la primary school. Las 10 de la mañana suele ser la hora más concurrida del desayuno. Ahí se tejen los primeros acercamientos, entre cafés, galletas de manteca y mermeladas. Hacia la noche somos todxs más amigxs. Como ahora.

-Me voy a bañar- digo con la voz rota, grave. Una voz que intenta ocultar lo obvio.

Mica me observa, los párpados se le caen, está entre los brazos del imbécil que también me mira como preguntándome qué voy a hacer, si voy a insistir o los voy a dejar tranquilos para que consumen la noche como Dios manda.

Revoleo los ojos. Me paro despacio. Hago fondo blanco. Y me voy.

En la ducha empiezo una cruzada mental. Adormecida y mareada me repito como un mantra: “Por primera vez en cuatro días no hay nadie durmiendo en la habitación que reservé”. Cuatro cuchetas y yo, cuatro camas cuchetas con sus respectivas estructuras, donde podríamos sacarnos la ropa, la duda, las ganas.

Y ella. Que seguro está teniendo su propia cruzada mental. Sus besos frescos y después la indiferencia, el desinterés. ¿Quiere o no quiere? Siento que tengo dieciséis años. No hay lugar en mi cerebro para darle algo más de profundidad al asunto: es o no es, será o no será. Y corta la bocha.

Cuando salgo de bañarme miro de reojo al espejo. Más consciente que inconscientemente quiero ver si la encuentro. Pero la escucho reír a lo lejos. La punzada es tan fuerte que siento por un segundo que soy incapaz de moverme, de respirar. Me seco la piel, libre de arena y de sal, y le unto una crema post solar. Aprovecho que no estoy entrenando para encremarme cada vez que puedo. Le dedico un buen rato al asunto. Cada segundo que espero para subir las escaleras es un segundo ganado. Los aprovecho como si estuviera en un ring.

Cuando estoy lista me agarra la vergüenza. Salgo en toalla, lo que yo siento que es salir casi con las piernas abiertas. “Adióos”, digo haciéndome la boluda. La gente me saluda efusiva desde el estar, mientras doblo como un trompo para arremeter al piso de arriba, a la habitación donde duermo hace varias noches. Subo esperando que ella suba. Y sube. Increíblemente, sube.

Escuchar sus pasos lentos pero decididos sobre los tablones de madera hacen que me frene a medio camino, justo antes de meter la llave en la cerradura.

Me besa con algo contenido que no sé qué es, pero es lo mismo que yo siento, lo sé porque la beso igual, contra las tablas de madera maciza de la habitación, de nuevo contra sus caderas, ella empujando sin rechazo, empujando como invitación.

-Vamos-, le digo.
-Ay, no sé-, dice ella.

La cosa está empezando a cansarme. Una voz — la peor de todas mis voces, lo sé — dice: “Mandala a la mierda”. Y otra voz — la única que me importa desde hace horas — dice: “Intentalo un toque, estamos acá nomás, a la vuelta de la esquina”.

Le pregunto si no le gusta, pero le gusta.

Me pregunta si a mí no me gusta. Es obvio que me gusta. Pero la pregunta es otra. Es si me gusta él.

¿Es joda? De verdad no puedo creer lo que está pasando.

No quiero sonar conservadora y decirle lo que siento en este momento: que estoy flotando en un mundo de princesas, dos princesas de Disney que se quieren besar entre haces blancos y plateados que brillan y nacen de la profundidad del mar; ese que hace minutos fue testigo de nuestro deseo.

Me pongo pragmática y le digo la verdad:

-Honestamente nunca hice un trío, y te juro que lo haría si él me gustara, porque vos me encantás. Pero me parece un culo. Hace chistes terribles.

Ella dice que no tanto; yo pienso cuánto vas a entender de un chiste cordobés siendo francesa, pero no se lo digo. Me parece todo un montón.

Sigue dándome besos en el cuello y yo, perdida por perdida, le digo que lo deje al otro, que hombres seguro ya probó un montón, que puede estar conmigo hoy y ver si aún tiene ganas de estar con él mañana.

Es lo máximo que me permito, sabiendo ya que soy un trapo de piso viejo, pero apenas si me importa. No me importa nada.

Mica se muerde el labio y me cuesta entender que exista tanta belleza junta. Trato de no idealizarla pero es imposible. Se idealiza sola. Evitarlo es una lucha que ya no tengo intenciones de dar.

-Es que no sé cómo hacer-, dice ella.- Mirá si lo hago mal.
-Hagamos lo que pinte-, le digo yo. -Te juro que no tenemos que saber nada.

Por alguna razón (¿competencia con el otro, quizá?) no quiero reconocer mi falta de experiencia con mujeres. Pienso en los años que hace que consumo un porno que jamás me animé a ejecutar, pienso en el porno heterosexual y en ese desfasaje entre las escenas exageradas y el plano de lo posible, de lo terrenal. Sé que igual, sea como sea, la vamos a pasar bien. No puede haber tanta diferencia con este nivel de calentura. Sea como sea es imposible que salga mal.

Se lo digo.

Ella me besa, roza mis labios a cada palabra y de a poco empiezo a incomodarme, me siento acorralada. Con un suspiro tibio insiste, mientras evade mi mirada: que sería su primera vez, que no sabe cómo manejarlo, que tiene miedo. ¿Miedo de qué? murmuro, pero no me responde y agradezco que no lo haga.

Porque la entiendo. O creo que la entiendo. La seguridad de lo conocido versus a la pileta vacía, la incertidumbre, el temor a fallar. ¿Pero qué le voy a decir? ¿Que no tenga miedo? ¿Hace falta decirlo? Además: qué miedo tener que decirle a alguien: conmigo no tengas miedo. No hallo argumentos lo suficientemente éticos como para convencerla y además me decido: no quiero hacerlo.

No quiero transformarme en los tipos que siempre odié.

No quiero ser un plomo, decirle que conmigo lo va a pasar mejor aunque tenga la certeza (casi total) de que así será. En definitiva, no quiero ganar por cansancio. Sé que (aunque del otro lado haya deseo) es la peor manera de ganar. Si es que aún se puede hablar en esos términos. Ella baila el baile de la duda casi como invitándome a que le de argumentos.

Pero le digo que vaya, que nos vemos mañana en el desayuno. Que la pase bien. Y que alguna otra vez será.

Le veo cara de consternada pero igual se va. Se despide sin un beso, creo que ofendida, y baja las escaleras.

Me cuesta un poco el alma (que está desgreñada, humillada, rota) pero entro a la habitación. Intento no sentirme una perdedora mientras me sumerjo, sola como nunca, en un sueño que le ruega a mi inconsciente algún final mejor.

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Written by Mariana Sidoti

periodista en crisis. no importa cuándo leas esto.

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